El tiempo va
Random House, 2015.144 pp. Traducción de Javier Calvo.
Esta novela inicia con un
arrebato violento: el protagonista –sin motivación aparente– se une a un grupo
que quiere lanzar a un hombre por un precipicio. Este recuerdo será evocado por
el protagonista, de tanto en tanto, a lo largo de la narración. ¿Qué hubo
detrás de ese impulso? ¿Fue solo un intento de salir del marasmo? Aún sin eclipsar
la historia, notamos la evocación obsesiva y punzante, uno de los mayores
logros de Johnson, quien consigue atenuar la tragedia y la culpa con la
posibilidad de continuar viviendo, aun cuando fuerzas de la naturaleza le
arrebatan el presente y el futuro a su protagonista. Un tren que sigue en
marcha sin reparar en las vicisitudes del camino, impulsado por una fuerza que
lo sobrepasa.
Que no se
confunda lo anterior con una retórica motivacional. Sueño de trenes da cuenta de la vida de un hombre una empresa tan ardua
como erigir una red ferroviaria que una a todo
un país. Porque el retrato de Grainier es el de un hombre atravesado por
la Historia, por las ansias de un progreso colmado de
explotación y violencia. Uno que arrasa y aniquila, sin límite aparente:
“La experiencia que había tenido Grainier
con el Atajo de Dieciocho Kilómetros le dio ansias de participar en otras
empresas enormes, donde multitudes de hombres eliminaran porciones enteras de
un tamaño nunca visto, armando gigantescos puentes de caballete de madera, en
lo alto de abismos infranqueables, cada vez más grandes, más largos y más
profundos” (pág.19).
“El recuerdo casi le paraba el corazón.
Estaba seguro de que el chino se había vengado invocando una maldición (…) Le
parecía a todas luces un castigo demasiado grande” (pág. 76)
Un castigo
demasiado grande, insondable como la naturaleza que a la fuerza se intenta domar
para construir un camino. En fin, sueños de trenes que permitan traspasar esa
frontera para el hombre, que permitan controlar lo incontrolable. Trenes que
atraviesen el dolor de seguir viviendo tras la pérdida de lo que más se amaba,
con dichos recuerdos enraizados y mezclados ahora con el resentimiento tras la
marca de la muerte.
“Ahora dormía bien por las noches, y a menudo
soñaba con trenes, y sobre todo con un tren en concreto: él iba a bordo; podía
oler el humo de carbón; un mundo entero pasaba por las ventanillas. A
continuación, se veía a sí mismo de pie en aquel mundo mientras se apagaba el
ruido del tren. La frágil familiaridad de aquellas escenas le sugería que
procedían de su infancia. A veces se despertaba oyendo cómo el ruido del tren
de la Spokane International se disipaba por el valle y se daba cuenta de que
había estado oyendo aquella locomotora mientras soñaba”. (pág. 90)
No es un detalle menor que Grainier pase de una vida
sedentaria a una nómada al adoptar el oficio de transportista. La movilidad
física parece la forma de sacudirse las cenizas de esa tierra que se volvió infierno:
primero por el fuego, luego por el recuerdo. A lo largo del relato, Johnson va
introduciendo personajes, pequeñas historias que corren en paralelo, tragedias
encapsuladas en pequeñas dosis que le permiten a Grainier soportar las propias
heridas. Microhistorias con un elemento en común: la violencia adherida a todo
el lenguaje, que permea todo lo que todos tienen para contarse. Todo ello se
narra con un ritmo calmo que logra prolongar las páginas de este breve y magnífico
libro que, tras su final, solo provoca ir a buscar todo lo que ha publicado este
gran autor norteamericano.