“Si yo pudiera hacer el mundo tan puro y extraño como lo veo”
Lou Reed
Cuando bordeas lo veinte años y
has encontrado en la literatura un refugio, es posible que surja la necesidad
de escribir. Expresar a través de la escritura una incomodidad con la realidad
que le ha tocado vivir a uno. Narrar aquellas historias que a uno le gustaría
leer pero que nadie, más que uno mismo, podría escribir. Desahogar toda la rabia
contenida escribiendo. “Mostrar la cara” como diría Alejandro Zambra.
Comentando algunos libros
peruanos de los años noventa con unos amigos, surgió el nombre de Matacabros. Un cuentario escrito por Sergio Galarza, cuando éste
tenía veinte años, en 1996. De ello pasó un par de semanas, cuando haciendo hora
en la librería El Virrey del Centro de Lima, encontré un ejemplar abierto.
Hojeando las primeras páginas encontré este fragmento donde Galarza explica la
experiencia de escribir este libro, 16 años después de su publicación:
Mi intención cuando empecé a escribir fue llenar un vacío en mi vida.
Deseaba gozar las experiencias que, según había visto en las películas,
correspondían a la juventud. Pero yo acababa de cumplir la mayoría de edad y no
me había enamorado, no tenía un grupo de amigos que compartieran mis gustos
musicales, es decir, no tenía amigos para emborracharme en un concierto, la
gente que conocía buscaba otras cosas. Estaba solo, lo suficiente como para
crear un universo paralelo de drogas,
sexo y rock, que existía en Lima pero yo no había visitado. Creo que ese es el
espíritu de Matacabros: una banda de
adolescentes y jóvenes que buscan compañía sin importarles el peligro,
sacrificando hasta su dignidad.
Sin pensarlo dos veces, lo compré y leí sin
parar durante toda una madrugada. Era increíble como un libro de cuentos
publicado hace casi veinte años, cuando yo aún estaba yendo al nido, era capaz
de conectar conmigo en la actualidad. Esa urgencia por buscar experiencias tan
propia de la juventud expresada en los distintos cuentos que iba leyendo y que,
a pesar de los años pasados, no había perdido vigencia alguna. Me identificaba
con varios personajes, vinculando las historias con ciertos momentos de mi
vida. Si un libro logra eso, es porque es bueno. Y vaya que este lo es.
El día de mi suerte
Rocky espera el momento de
defender su honor. La palabra empeñada.
Nadie parecía saber la verdadera razón por la que se había pactado.
Tenían tantas cosas en qué pensar. Pero eso no importaba, porque a la hora de
defender el honor cualquier razón era válida. Y Rocky, a sus quince años, lo
sabía mejor que todos.
Un chico de quince años que se
ciñe a las reglas de la “ley de la calle”. Una normativa donde la violencia es
la única autoridad. Adolescentes pertenecientes a una generación acostumbrada a
enfrentarse a la vida a través del uso de máscaras. Aparentar personalidades para sobrevivir en
la “selva de cemento”. En una historia que evoca al primer cuentario de ese
demiurgo que es Vargas Llosa, Galarza es capaz de expresar el miedo en una
pelea que más allá del contacto físico, es la psicológica con uno mismo.
Encapuchados, polo manga cero, jeans roto sin basta, zapatillas
desamarradas, sucios. Por fuera eran mierda, carajo, puta y gramputa. Pero por
dentro: harto miedo y ganas de mejor lo dejo ahí.
Domingo sin Ruth
Diente de Leche, el protagonista
de esta historia es un chico enamorado de Ruth. Una chica que más que querer,
idolatra. La tiene en un altar. Y sobre
todo es capaz de hacerlo pensar en sus carencias. En su cobardía y timidez. Su
falta de “virtudes” necesarias en la turbulenta época de la juventud. Una diosa todo poderosa que controla todas sus acciones con su sola imagen.
Si no fuera porque eres cobarde como una gallina y solo sabes empollar
los huevos, le hubieras sacado la mierda al Lanza, Diente de Leche. Se la
hubieras sacado por burlón, por cizañero, pero no por mentiroso, porque tú
sabes que la Ruth es así. Con moto y plata cualquiera, piensas. Y tú no tienes
ninguna de las dos. De nada te sirven tu cara bonita, tus ojos verde agua sucia
de pileta, tus buenos modales, si eres misio, Diente de Leche.
No importa cuánto Ruth lo
rechace. Él no es capaz de olvidarla, convirtiéndola en una obsesión casi
religiosa. La máxima expresión de devoción. Una devoción por la que muchos sin
duda hemos pasado durante el proceso de idealizar a alguien creyendo que es el
amor de toda la vida.
Cada vez que alguien te pasa la
voz para ir al troca, te chupas. Según tú, te estás guardando para cuando la
Ruth se case contigo. Ya están empezando a creer que tiras para el otro lado,
por eso a veces te meten la mano, te bajan el pantalón y se frotan con tu culo.
Esperando a Alice
Alice llega al barrio para
cambiarlo todo. Una norteamericana, que como un violento huracán arrasa con las
costumbres de los jóvenes vecinos. (A
partir de entonces la mancha adoptó hábitos y posturas hippie, tal y como
Muñeco había entendido que le gustaban los chicos a Alice.) Una chica que llega para despertar en el joven
protagonista sentimientos hasta ese momento desconocidos. Galarza narra una
historia de amor inolvidable en pocas páginas, donde además es capaz de describir
las poses juveniles que uno ya de viejo evoca con nostálgico pudor.
Alice decía que éramos bohemios, artistas, aunque ninguno excepto yo
hiciera algo que nos pudiera catalogar como tales. Íbamos a exposiciones de
pintura para beber gratis, a conciertos en el Centro y acabábamos en charlas de
cantina. / (…)Había bastado con su presencia
para quebrar nuestra orden. Las vestimentas seudo hippie, los aretes en la
nariz y el ombligo, las reuniones en el parque, eran parte de una cultura que
ella nos había inoculado.
Alice es la imagen de la pérdida
de la inocencia y el inicio de una etapa mucho más sórdida y violenta. El
descubrimiento del sexo en sus facetas más luminosas y oscuras. Uno termina desolado con este cuento, pero
satisfecho por haber leído un genial relato también.
Historia para tres
Una relación enfermiza donde hay
más golpes que caricias. Una chica débil y un chico patán. Ellos dos y un joven
narrador que los observa destruirse. Atacarse sin mesura, ignorando las
consecuencias.
Admirador de uno:
Sebastíán era nuestro héroe. Veíamos en él al tipo irreverente y
despreocupado que todos queríamos ser. Disponía de su propio dinero mientras
que nosotros seguíamos atados a las propinas que nos daban en casa. A cualquier
lugar al que iba, por muy recóndito que fuese, lo conocían desde el vigilante
de la puerta hasta el dueño del local. Y por si fuera poco, tenía a Adriana, la
chica a la que todos pretendíamos.
Y enamorado de ella:
Para quienes la conocíamos un poco, o al menos habíamos intercambiado
alguna palabra con ella, nos era casi imposible comprender cómo podía sentir
amor, compasión o lo que fuera por un tipo de la calaña de Sebastián. Ella
soportaba que él se acostar con otras, la insultara y a veces le pegara. Su
relación era enfermiza para todos. Nadie sabía qué pasaba en realidad.
La ambivalencia de sentimientos y
la aceptación de migajas de pasión son temas que recorren las páginas de este
cuento cuyo final lo deja a uno con un grito contenido.
Cruzando la frontera
¿Cuántas
veces se ha querido dejar todo lo que uno está haciendo atrás?¿Cuántas veces se
ha tomado la decisión e efectivamente hacerlo? Un chico se escapa de casa y se
pone a recorrer el Sur peruano. Huyendo de sus problemas, incapaz de
enfrentarlos (La moral la dejaba para los
que renegaban de su falta de huevos.)En el
camino se encuentra con un personaje que entra y sale de su vida en momentos
clave. Que lo hace pensar en su propia situación. Y sobre todo, reflexionar
sobre la validez de lo que está haciendo. Sobre su condición frente al mundo
que conoce. El autor nos describe una metáfora de la huida. De la sensación de
fracaso de una generación que no encuentra el camino donde se sientan cómodos
sus miembros.
Era verdad, había tenido miedo de enfrentarme a la realidad. Yo no
quería ser, odiaba, rechazaba la idea de convertirme en uno más de aquel grupo
de burgueses que había visto desfilar ante mí. A diario, en mi mundo, por las
avenidas con sus carros último modelo, luciendo la felicidad de su riqueza en
reuniones, trabajando como esclavos en las cárceles de cemento. Había buscado
evadirme.
Perdidos en la noche
No lo puedo evitar, lo mío no es el agarre, soy un tanto conservador,
un romántico, un huevón como dirían mis patas
Así se describe el protagonista.
Por lo que sabemos de ante mano, que está perdido en una época donde lo que
sirve es actuar y no “pensarla tanto”. Un chico vulnerable al enamoramiento que
idealiza en demasía y no es capaz de actuar con la malicia necesaria en un
periodo donde esto es un defecto fatal.
Para mí las mujeres bellas se diferencian de las otras por la impresión
que causan en uno, y aquello fue lo que me sucedió con Lauren. La impresión que
me causó fue tan demoledora, que hasta ahora me estremezco al evocar su nombre
en la oscuridad de mi cuarto.
Leyendo el cuento, uno se da
cuenta de los inexpertos que somos al momento de lidiar con el sexo opuesto
durante estos años. De ello, y ciertas cuestiones que uno piensa (para bien o
para mal) pero nunca expresa a esta edad como en las siguientes líneas.
Lauren era una de esas fulanas recontra liberales que asumen el sexo
como un deporte. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran
desconcertantes, soltaba frases sin sentido para que los otros notaran que
estaba ahí nada más. En Lima abundan este tipo de fulanas, loquitas pitucas que
les encanta estar a la moda lo que equivale a : subirse en motos, drogarse y
ser tan populares como se los permitan sus agallas. También están las artistas,
esas sí que fuman duro, lo suyo es la pintura, la escultura, los libros
(Kerouac y Ginsberg, por supuesto), aunque no sepan ni dibujar y no entiendan
ni un carajo. Por último, en el rubro rucas, están las auténticas guerreras,
estas no creen en nadie y arrasan con todo a su paso como un torbellino. Lauren
no encajaba en ninguna de las categorías, había algo en ella que la hacía
diferente, podía acostarse con cualquiera pero yo la sentía diferente.
Ruta al centro
El Centro de Lima sirve de metáfora para
describir la frustración de un joven que padece los sinsabores del fracaso. En
una estética que evoca al Ribeyro cuentista, se narra la pérdida de
autenticidad de un joven que termina ahogándose en la apatía y la
insatisfacción de la masa que camina junto a él.
Los rayos solares afinaban su puntería sobre las cabezas de los
transeúntes. Gabriel era uno de ellos, uno de los tantos que se confundían
entre el mar generado en el Parque Universitario. El estómago le gruñía, el
calor de la gente lo bañaba en sudor y un sentimiento de insatisfacción
aprisionaba sus sentidos.
Al que sin importar cuánto se ha
esforzado, la vida ha condenado a un rol mínimo e ínfimo. Un papel sin
importancia en una sociedad que no dudará dos veces antes de pisotearlo para
seguir avanzando.
¿Qué hacía allí?, se preguntaba. ¿Para qué seis años de estudios?¿Para
que lo envíen a recoger partidas, revisar expedientes, pelear en pasillos
oscuros con secretarias y escribanos?¿Por qué era el único en la oficina que no
tenía carro o tomaba taxi?
Sociedad conformada por personas
que casi como autómatas son gobernadas por sus respectivas rutinas. Ya no
importa el otro. Lo que importa es sobrevivir primero. Si queda tiempo, ya se
pensará si se atiende al resto.
Arrimado a un costado del charco de sangre que bañaba la pista, el
cuerpo del policía asesinado semejaba un bulto fangoso. La gente lo miraba de
reojo al pasar y seguía su camino. Alguien llegó a exclamar: “Borracho”.
Un cuento que esconde más de un
mensaje, y cuyas líneas que más me deslumbraron fueron estas donde describen al
Centro de Lima de mi infancia. Donde me críe. El lado B de una metrópoli a la
que le cuesta aceptar sus defectos.
El Centro no había cambiado en nada desde que Gabriel recordara haber
ido por primera vez. Sus calles llenas de desperdicios, los orates y mendigos
estirando la mano para golpearte o pedir limosna; los edificios con sus paredes
negras de hollín y llenas de afiches, las casonas antiguas, refugio de las
familias más respetables en sus buenos tiempo, convertidas ahora en focos de
prostitución. El más optimista no hubiera podido decir que el Centro era
siquiera un recuerdo de lo que fue.
Matacabros
Sobre el último cuento, que le
presta su título al libro, hay mucho que decir. Pero quisiera ceñirme a dos
temas. El primero es la genial forma en la que Galarza describe la rabia y
desazón que reinaban en los noventa y cuyo eco aún nos alcanza. La forma violenta
de expresar las frustración: personal primero, y luego colectiva. Y segundo, la
manera como en medio de esa espiral sanguinaria se da luz a una herida del
pasado, determinante en la conducta de un grupo de jóvenes bestializados.
Ríen como enajenados, como huevones que no entienden que les pasa,
fuera de sí. Hasta que sus miembros erectos dejan de chorrear y se suben las
braguetas. Lucy está irreconocible, tiene el rostro hinchado y la carne morada,
celeste, verde. Ni siquiera ha gritado, no ha tenido tiempo para hacerlo, los golpes
le han caído uno tras otro. Casi no respira . ¿Estará muerto ya?, se preguntan.
Seguro.
Conclusión: Matacabros es un libro que sobrevivirá al inclemente paso del
tiempo.
+Sobre el autor:
Estudió Derecho pero nunca ejerció dicha profesión. Trabajó en una universidad, fue redactor de noticias para un canal de televisión y editor de cultura para una revista. Colabora con las revistas Letras Libres, Etiqueta Negra, El Estado Mental y la librería digital Kiputeca. En la actualidad es dependiente en una librería donde se permite la entrada a los perros, y jugar al fútbol es su droga.
Su primer libro de cuentos es Matacabros y el último Algunas formas de decir adiós, XI Premio de Relatos Cortes de Cádiz 2014. El reportaje Los Rolling Stones en Perú, coescrito con Cucho Peñaloza, fue reeditado en España por la editorial Periférica (2007).
Por su novela Paseador de perros (Candaya, 2009), que tuvo una excelente acogida de crítica y público, Sergio Galarza fue considerado Nuevo Talento FNAC. En 2012 publico JFK, segunda parte sobre su trilogía sobre Madrid y la soledad en las ciudades contemporáneas, completada con La librería quemada.