Navona, 2018. Traducción de Miguel Izquierdo. S/. 65. 186
pp.
¿Qué es lo que hace que un libro
sobre viajes alcance vuelo literario? ¿Una descripción hiper detallada de escenarios?
Eso lo hace una guía turística, Google Maps u otro de lo miles aplicativos
existentes para el celular. ¿Anécdotas amenas? Puedes encontrar millones
navegando en los comentarios de webs especializadas. ¿Fotos impresionantes?
Para eso mejor entrar a Instagram. Esbozaría varias respuestas a la primera
pregunta, pero me quedo con una que da Alberto Fuguet en “Apunte autistas”: “ Lo literario de viajar es que uno después
recuerda algo parecido a un cuento o una novela donde el protagonista es uno
mismo. Rara motivación pero, a la vez, gran motivación. La mejor de las
motivaciones. No todos los turistas puros buscan la naturaleza virgen o paisajes
épicos. Muchos desean estar donde otros estuvieron antes.”
El libro del italiano Paulo Cognetti
calza perfecto con dicha idea al abordar Nueva York como una suma de
experiencias únicas que escapan a las del viajero tradicional, aquel
coleccionista de souvenirs constantemente estresado por cumplir con un checklist
diseñado antes de subirse al avión o bus, a como de lugar. Motivado por conectar
con sus experiencias como lector y admirador de grandes escritores, Cognetti
logra vincular dicho pasado con un presente en constante movimiento y en donde
muchas veces solo tiene como respaldo poder mezclar ficción con realidad frente a la desaparición
física de muchas de las locaciones que le pertenecieron en las historias
disfrutadas durante su infancia y juventud logrando resultados más que
satisfactorios.
El autor nos invitar a adentrarnos
en otros lugares ajenos a los de las típicas postales de la Gotham, el nombre
literario de la gran metrópoli del hemisferio occidental, no por un arrebato esnobista,
sino por aprehender un territorio lleno de ficción, con la fe puesta en la imaginación
y así descubrir “la ciudad de los cazadores
de fortuna, de los poetas visionarios y los sueños rotos” (pág. 17) Es por eso
que conecta con un lector que nunca haya pisado dicha ciudad, pues las
experiencias que se narran rebozan erudición al servicio de la restauración de
las emociones motivadas por las distintas partes de la ciudad que va
recorriendo en distintos periodos. Para ello se vale de diversas historias como
la de la verdadera motivación de la construcción del Empire State (pág. 17), la
reivindicación de una autora como Grace Paley (págs.. 94-97) o el paralelo de las cíclicas vidas de Melville
y Whitman (págs. 21-37) que le permite enlazar distintos siglos como en las
siguientes líneas:
“Antes de morir, Melville y
Whitman pudieron admirar la obra que iba a consumir la unión de sus dos
ciudades. Todavía hoy, la visión del puente de Brooklyn es una de aquellas que
te reconcilian con el género humano, permitiéndote olvidar sus defectos para
reconocer su gusto, inteligencia, valentía, fuerza de voluntad y afán de
progreso. La combinación de granito y acero-dos torres de noventa metros de
altura y miles de alambre de acero- convierte su estructura en maciza y ligera
al mismo tiempo, una catedral suspendida en el viento que sopla sobre el tío.”
(pág. 35)
La mirada social está presente
pero no de manera informativa o didáctica. Cognetti señala la sangre que
recorre las venas de la ciudad, conformada por distintas culturas, antiguas y/o
nuevas, que han aportado un matiz particular a la ciudad. Características que
se integran y amalgaman. Siendo un forastero y escapando a las masas, la voz se
permite extraviarse y mirar detalles que escapan a los lugares comunes, “como
si el viaje a una ciudad desconocida fuera una historia de amor en sus inicios,
cuando la atracción es máxima pero la intimidad incipiente.” (pág. 73) Hay
lugar para la amistad y las risas, pero también para información que no saldría
fácilmente en los manual, como las prohibiciones de beber en ciertas locaciones
o restaurantes no tan comunes. No hay lector, opino, que al terminar este
libro, no diga que no lo atrapó al menos un par de capítulos. Cognetti escribe
con la pulsión de quien sabe que el lenguaje no abarcará todo lo que quisiera
expresar, pero es la única y mejor herramienta con la que cuenta y eso siempre
se agradece. Aquí unas líneas más:
“Hay lugares de los que no te vas
tranquilo: sabes que seguirán allí mientras no estás, te esperarán intactos
como los recueros de infancia o la casa de tus padres. Volverás a encontrar los
objetos de antaño y el mismo viejo olor. Otros son como las personas: mientras
tú viajas, aprendes y evolucionas, las sigues imaginando iguales, aunque en el
próximo encuentro habrán cambiado al menos tanto como tú, y deberás recomenzar
de cero. Nueva York es así. He ahí el problema cuando se intenta explicarla:
cualquier palabra sobre ella lleva grabada su fecha, y empieza a caducar tan
pronto como la has escrito.” (pág. 170)
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