Fiebre levreriana
Literatura Random House, 2019. 656 pp.
¿Por qué uno
se vuelve levreriano? ¿Cuándo es que el apellido se vuelve un adjetivo que
describe un estilo capaz de impulsar y formar una fervorosa comunidad de
admiradores de una obra que conecta a lectores de distintas latitudes y
generaciones? Una respuesta a esta última cuestión puede ser la diversidad de
caminos que existen para acceder a su escritura. La vía más común sería abordar
como punto de inicio El discurso vacío
y La novela luminosa, sus novelas más
elogiadas, ambas épicas de la cotidianeidad y la trascendencia del ocio. Pero
el lector también podría optar por la ruta más onírica con la llamada «Trilogía
involuntaria» (conformada por las novelas La
ciudad, El lugar y París) y Fauna/
Desplazamientos. Sugiero una tercera vía, un híbrido entre ambos caminos: El alma de Gardel y Dejen todo en mis manos; o sus deliciosas observaciones vitales
recopiladas en sus Irrupciones,
textos imposibles de adscribir a un solo género en particular. Afortunadamente,
la publicación de sus Cuentos completos,
conecta todas las vías anteriores.
Propongo empezar leyendo el relato «La calle de los mendigos», donde una ligera y aparentemente inocua alteración de la rutina diaria, como lo es la falla de un encendedor, lleva a una búsqueda desesperada por desentrañar un misterio que no hace más que crecer hasta el punto de desviarnos de lo absurdo de la situación, para situarnos en el laberinto de la curiosidad. En el «El sótano», «Las sombrillas» o «Nuestro iglú en el Ártico» ocurre lo mismo: reconfiguraciones de la realidad que se logran al recuperar la capacidad de asombro de la infancia, cuando la línea entre lo lógico y lo onírico era más difusa, e insertarla en una atmósfera ensuciada por una mecánica adulta, sucia y gris. «Más de una vez pensé en mí mismo como en un triste adulto, de esos que pasan la vida acumulando cosas en previsión de un invierno que raras veces llega», menciona en «Capítulo XXX» (p. 320), sugiriendo su resistencia a «la opacidad cotidiana, a este frío y a este apego insensato a las cosas. Yo no puedo darme ese lujo» (p. 337, «Surkville»)
El retorno a una
capacidad de asombro infantil, aparentemente perdida en las batallas diarias de
la adultez, se entremezcla con la urgencia sexual y el humor. En los cuentos de
Levrero existen ambientes cargados de tabúes y reglas, cuyos límites son
transgredidos mediante un lenguaje aparentemente desmesurado y descontrolado
(«La casa de pensión»). Esta transgresión no es sino la solución frente a tanta
solemnidad impuesta, a la que Levrero golpea sin pudor, apelando a escenas que
si bien podrían escandalizar en un primer momento, poseen un efecto que va más
allá de la impresión superficial. Son metáforas de la libertad del ejercicio de
la ficción. El resquebrajamiento de la «seriedad» es un acto de resistencia,
desde la literatura, en el cual el uruguayo encontró una herramienta
invaluable. Una síntesis de ello puede ser la respuesta que brinda a un
divertido cuestionario formulado por nada menos que él mismo: «Yo utilizo la
imaginación para traducir a imágenes ciertos impulsos —llámalos vivencias,
sentimientos o experiencias espirituales. Para mí esos impulsos forman parte de
la realidad o, si lo preferís de mi “biografía”. Las imágenes bien podrían ser
otras; la cuestión es dar a través de imágenes, a su vez, representadas por
palabras, una idea de esa experiencia íntima, para la cual no existe un
lenguaje preciso» (p. 589, «Entrevista imaginaria con Mario Levrero, por Mario
Levrero»).
Levrero prefería denominar relatos a este tipo de narraciones para escapar a las fórmulas repetitivas que se le asignan al cuento, como se puede constatar en las 59 piezas que conforman el presente volumen. A diferencia de la concepción tradicional, el relato para el autor representa una oportunidad para romper con ideas preconcebidas de causa-efecto-solución, para tomar opciones más azarosas y delirantes, pero no por ello menos atrapantes. «Los ratones felices» y «Espacios libres» son prueba de ello, con episodios donde lo que menos hay es la lógica en detrimento de la vitalidad. Esto confirma que uno no lee a Levrero para descifrar un enigma, sino para emocionarse durante la persecución del mismo. Desde la angustia inquietante y asfixiante de «El inspector» al cuestionamiento existencial de «Diario de un canalla», pasando por la melancolía de «Algo pegajoso», el humor de «Confusiones cotidianas», el horror fantástico de «Aguas salobres» o la sensación de aventura de «La cinta de Moebius» y «Alice Springs», el lector reconoce que está frente a verdaderas obras maestras verdaderas obras maestras. Cabe decir que algunos textos contienen una mayor dosis de densidad en contraste con los otros relatos, como ocurre con «Ya que estamos» y «La toma de la Bastilla o cántico por los mares de la luna», lo cual podría confundir al lector. Sin embargo, al menos habrá un párrafo o frase que denote la genialidad del escritor que en una segunda o tercera lectura permita transportarlo a planos de conciencia desconocidos. Tal como anota Nicolás Varlotta, la persona que estuvo a cargo de esta edición.
Retomo mi
pregunta inicial, ¿Por qué uno se vuelve levreriano? Ensayo una respuesta: porque
al leer a Levrero, uno se percibe cómplice, como quien lee a un amigo (según mencionaba Diego Otero)[1].
Su literatura irrumpe en nuestras rutinas, hipnotizándonos con escenas que
ensanchan nuestras experiencias y nos sumergen por completo en una materia
artística formada por diversas fuentes. Todas ellas conjugadas de tal manera
que uno se olvida que está leyendo. Leer a Levrero no solo es una forma de
escapar a la realidad, es una invitación a desarmarla y volverla a armar. «Cuando
creíamos que todo había terminado, todo estaba recién por comenzar» (p. 208,
«Todo el tiempo») La recopilación de estos relatos nos sigue atrapando con una
obra de irradiación incombustible, una nueva oportunidad para empezar.
[1] En
Buensalvaje N° 10, marzo del 2014 https://revistabuensalvaje.wordpress.com/2014/03/20/las-bromas-espirituales/
(Texto publicado en El hablador)
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