Oír el mundo
Anagrama, 2024. 96 pp.
“La radio es café sonoro: poco a poco, con cada sorbo, aviva la
conciencia, reanima la memoria, despierta el sentido del humor, la imaginación,
la capacidad y las ganas de hacerse ilusiones o desesperar de la vida: nos
sitúa de nuevo en ella y la ancla en nosotros”. (pág. 13)
Montes empieza este
libro asociando a la radio con el café y su efecto: despertar. Ponerle fin a la
modorra, dejar atrás el sueño o la pesadilla, y afrontar la vida que se cuela
sin pedir permiso. Ante ello, el gesto automático, aprendido, sin el cual el
día no empieza del todo. La radio se torna un recordatorio de que hay un afuera,
una vida exterior pero no ajena a uno, incontrolable e inesperada. Esta última
característica se resalta, por ejemplo, cuando cuenta cómo un ruiseñor se posa
sorpresivamente en el balcón del autor regalando su canto mientras suena ‘La
canción del ruiseñor’ de Ígor Stravinski en Radio Clásica, emisora elegida sin
alguna motivación especial aquella vez. ¿Coincidencia extraña? ¿Casualidad? Tal
vez, pero lo que es seguro es que dicha experiencia fue permitida por la radio,
convertida en vehículo de lo inesperado.
‘La radio puesta’ es una respuesta a la popular canción de The
Buggles[1].
Su cualidad enteramente sonora, concebida por mucho tiempo como una debilidad,
se ha tornado en su mayor fortaleza, aunada a sus otras características como la
de ser ‘invisible inmaterial y
omnipresente’ (pág. 28). En la habitación, en la oficina, en el bus, en la
privacidad de los audífonos: sus ondas pueden crecer o reducirse, sin dejar de
alcanzarnos. Pero, ¿Por qué seguir oyéndola, si tenemos –ahora– los podcasts al
alcance? Por el gesto liberador que supone el azar. Porque la oferta de
contenidos que tenemos a nuestra disposición puede devenir en una saturación de
nuestra capacidad de elección y, en casos extremos, causar angustia y ansiedad:
“Bisagra, oráculo, espejo: la radio puede ser todo esto y hacer posibles
mediante su naturaleza aleatoria todas esas experiencias y sensaciones. Frente
a la tiranía paradójica de la libertad absoluta y la obligación de desear,
propone una obediencia más abstracta y curiosamente liberadora: al azar, a lo
imponderable, a nadie. Es un gesto simbólico de conformidad con el mundo, con
un orden de cosas que no hemos dispuesto”. (pág. 31)
La comodidad es solo
una antesala a las experiencias con las que puede sorprendernos la programación
de una emisora, volviéndose así una tecnología que acompaña en su fluir
constante. Montes insiste en esta idea, aclarando que distraer no es lo mismo que acompañar.
En esta última acción hay una “presencia
de baja intensidad (…) que nunca exige, pero siempre acoge nuestra atención. No
avasalla ni se impone” (pág. 44) Es
desde ese lugar que la radio se erige como una herramienta de resistencia a la
hiperconectividad exigida hoy en día, lo cual no hace más que incrementar
sensaciones de frustración y soledad.
Mencionaba que había referencias inesperadas, y es que Montes opta, en vez de citar investigaciones sobre el tema, por hacer dialogar textos de Teju Cole y Anna Frank, pero sobre todo de Walter Benjamin. Sobre estos últimos, Montes tiende un puente de encuentro a través de la radio. Recuerda que Frank anota en su celebérrimo diario cómo se reunía en su refugio para escuchar la música de la radio alemana y las noticias de la BBC. El autor se centra en esto, evocando cómo Benjamin fue parte de la construcción de este tipo de emisoras, en el período previo a la II Guerra Mundial, cuando gestó su ‘País de las Voces’, un lugar no físico de encuentro, “patria común imaginaria hecha de multitud de voces y de silencios” (pág. 65). Una patria que iba a sobrevivir al horror para brindar sosiego a una niña algunos años después.
Hacia las páginas
finales del libro, el autor enfoca su mirada sobre los oyentes y la comunidad formada por estos. En
la unión que se da entre quienes siguen practicando el ritual anacrónico y
trabajoso de encender la radio. Ya sea en la parte más alejada y fría del mundo,
como en el edificio de la zona más ruidosa de una urbe, la ceremonia de
mantener viva esta tecnología supone la valiosa satisfacción de ser ‘ineficiente en tiempos ultraeficientes’
(pág. 64). Una actividad que exalta la incertidumbre por encima de la
previsibilidad:
“La radio no solo permite el azar, no solo sugiere compañía: también
revela la sustancia del tiempo. Representa esa idea de corriente vital y
natural que no se detiene, irrecuperable e imprevisible, a la que nos
enganchamos en marcha un día y de la que nos desengancharemos, también en
marco, otro”. (pág. 76)
Javier Montes nos recuerda así que la radio no
interrumpe la vida sino todo lo contrario: se funde en ella y nos devuelve
aquello que las otras tecnologías buscan arrebatarnos: el tiempo. Uno en el que
más que exaltar la prisa y la acumulación, se vuelve a aquel gesto centenario
de encender con calma un aparato para oír el mundo y encontrarnos allí con los
demás.
(Texto publicado en la web de la Bitácora de El Hablador)
[1] «Video Killed the Radio Star» es una canción original de 1978 de Bruce Woolley para el álbum Bruce Woolley And The Camera Club, popularizada un año después por la banda británica The Buggles: https://es.wikipedia.org/wiki/Video_Killed_the_Radio_Star
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