Editorial
Colmillo Blanco, 2018.96 pp.
Si hay algo que abunda y, peor aún,
se suele resaltar como una virtud, es la confusión de concebir lo político en
la literatura como el simple hecho de abordar los grandes eventos sociales con
juicios morales displicentes sin trastocan el lugar común, el “correcto” . Al
respecto, hay varios autores (Tabarovsky y Piglia) que han intentado despejar este
panorama volviendo a la pregunta clave: ¿qué
es lo realmente político en la
literatura?
“Nuestra
casa en Ossandón 60 dejaría la pobreza de cañerías rotas y se convertiría en “Edificio
Ossandón 60, vive como tú y tu familia merecen”. Donde antes vivíamos seis, hoy
viven doscientos cincuenta personas, una sobre otra, hasta el piso diecisiete.” (Pág. 27)
Detengámonos en esas líneas. Eduardo
Plaza (La Serena, 1982) no necesita de muchas palabras para mostrar un cambio
social de una dimensión estructural. No menosprecia al lector mostrándose
didáctico e incluso apela al humor, tantas veces temido por los escritores.
Muestra el paso del tiempo tanto en la atmósfera citadina como en la hogareña.
La transformación que no pide permiso, que no perdona. Repito, lo hace en pocas
frases, en el terreno netamente literario. No es una imposición de clase
sociológica inmiscuyéndose en la ficción: es el relato ficticio el que se cuela en otros campos, invadiéndolos y
dominándolos. Ahí reside la fuerza literaria y es lo que el lector notará
conforme vaya avanzando en la lectura de los ochos relatos que conforman el
libro, el cual curiosamente empieza tambaleándose.
Si bien ya adelanta su habilidad
para exponer el carácter de sus personajes e hilvanar escenas que ejemplifican
sus tragedias, frases del primer relato “Teresa” como “sus extremidades eran delgadas como patas de zancudos” (pág. 14) o “huyó de sus matrimonio como huyen los perros
atropellados” (pág. 17) mellan la lectura por la simpleza de sus
construcciones. Sin embargo, no se vaya a pensar que se lo señala como crítica
extensiva a todo el libro porque afortunadamente Plaza no vuelve a incidir en
ello durante las siguientes páginas, tomando consciencia de sus virtudes
narrativas como en “Federici cree ser emperador” sobre la perversión del acto
de leer y en “Carolina Fellay” donde las descripciones de los cuerpos y
locaciones cobran una relevancia simbólica notable, aunándolas todas en el crudo relato que presta su nombre al
libro.
En “Hienas” se conjugan varios temas
como la lealtad, la amistad, los deseos reprimidos o la melancolía por las
relaciones efímeras y significativas. Frases como “Los niños de la playa vivíamos siempre con ese destino precario: hacer
amigos que desaparecían” (pág. 42) y
“todavía pensábamos, a nuestros
veintitantos, que no íbamos a morirnos jamás, tan conscientes de los límites de
la vida ajena y tan inconscientes de la propia” (pág. 45) van configurando
la sensibilidad de la narrativa de Plaza, atenta a gestos cargados de
resonancias trascendentales para las decisiones que tomaron o están a punto de
tomar, como en “Mariposa”, relato que gira en torno a una mentira y la validez
de contarla o no.
El ocultamiento de la verdad como
mecanismo de protección, tema que también alcanza relatos como “Animales de
compañía” y “A ti nadie te obliga”, puede volverse en contra, como muestra en
el último relato que apunta a las rigidices sociales enfrentadas a los deseos imposibles de reprimir, con una
escena que de lo caricaturesca termina por causar perplejidad en el lector.
¿Por qué? Por unos cuantos detalles. Por esas cuantas frases bien ubicadas dentro del relato. Por ese
cuidado en saber qué mostrar y qué no. Es ahí donde la narrativa de Plaza
alcanza sus más altos bríos. Que se mantenga así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario