Género: drama. País y año: Polonia/Reino Unido/ Francia, 2018. Director
Pawel Pawlikowski.
Todo buen director del siglo XXI es
consciente que la decisión de filmar en blanco y negro debe obedecer a un
imperativo que vaya más allá del mero gesto estético, pues significa asumir el
riesgo de ser acusado de pretencioso y esnobista si la ejecución final no es
buena. Y que si bien predispone de alguna manera las expectativas de la audiencia,
sigue siendo una oportunidad para cautivar al espectador a través de detalles
que bajo otras circunstancias pasarían desapercibidos: una canción, un grito, una
risa, una mirada. Una mirada como la de
Joanna Kulig, la fascinante actriz polaca que protagoniza esta película, capaz
de desarmar al espectador y llevarlos por distintas estaciones emocionales: de
la zozobra a la ilusión, de la traición a la esperanza, de la amargura de la distancia al arrebato de la pasión
amorosa que se sabe imposible. Pawlikowski hace una película a su servicio y
el resultado descoloca, emociona.
Historias de amor en tiempos de
la posguerra europea hay miles. ¿Qué es lo que cambia? La manera de contarlo. ¿Cómo
se retrata la tragedia de dos amantes entregados a una vocación, la artística, con
tantos altibajos? Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Kulig) se conocen durante la
formación de un grupo de baile y canto folclórico en la Polonia soviética de
mediados de los años cincuenta. La distancia
generacional de la típica relación amorosa profesor-alumna es subvertida por el
espíritu salvaje que sabe impregnarle Kulig a Zula, la cual al saberse
atractiva y talentosa, es capaz de tomar decisiones tan duras apoyándose en
dichas virtudes sin percibirse como oportunista o arribista .
Pawlikowski solo nos muestra las llegadas a
cada etapa amorosa y no el proceso que llevó a estas. O tal vez sí. Los paréntesis temporales dan fuerzas a los
pocos diálogos y gestos de los protagonistas, haciendo partícipe al espectador al
dejarle la responsabilidad de imaginarse las decisiones y mecanismos a los que acudieron
los protagonistas. Ya sea en una calle de Paris, una carretera de Polonia,
un tren que se dirige a Berlin o al lado
de una sencilla buhardilla, la tragedia del amor (¿qué amor no es trágico desde
su concepción?) se muestra con todas sus luces y sombras, sus virtudes y
defectos, sus alegrías y penas.
Hay un régimen totalitario de fondo
que intensifica todo deseo de escape y evasión, y por ende, la aspiración a un
mundo idílico que siempre parece estar fuera de alcance, colmado de obstáculos
en el medio.
La consumación del amor aparenta
encontrarse fuera de las fronteras impuestas por agentes externos, y sin
embargo, al huir de estas, la frustración se acentúa. El viaje espiritual de
los protagonistas necesita recorrer estas vías para hacerse mucho más significativo.
Entran y salen personajes de sus vidas, siempre secundarios, siempre olvidables,
acentuando la trascendencia
de uno en la
vida del otro, reforzando el lazo que los unirá para siempre más allá de la
cercanía física.
Ninguno es capaz de escapar de la presencia
del otro. No quieren ni pueden. La belleza
de esta película no radica de manera exclusiva en su fotografía ni su banda
sonora, sino en la manera como Pawlikowski vuelve y vuelve a la eterna pregunta, esa que pronuncia Wiktor le
formula a Zula luego de haber sido
traicionado por esta: ¿Ya eres feliz? Y la aproximación a
dicho estado, va a ser imposible sin la presencia del otro. Ese es su drama y
fortaleza. El final de la película, más que una circunstancial vuelta al lugar
de partida, a la sencillez de la atmósfera del campo, no hace más que resaltar
la pureza de la travesía, más que geográfica, sentimental, con la satisfacción
de reconocer que no solo cambiaron las circunstancias externas. Que cambió todo
a excepción de algo, y que con ello basta para afrontar lo que vendrá.
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