Anagrama, 2017. 192 pp. S/. 69
Hace mucho tiempo que no leía en
una novela un gesto de provocación como el que ha hecho Andrés Barba (Madrid,
1975) al cargar contra “El Principito”, una de las novelas más idealizadas en
todo el planeta. En las páginas 39 y 40 se dice lo siguiente: “Lo había leído en mi infancia con cierto
interés, pero al leérselo a mi hija me empezó a producir un rechazo que me
costaba trabajo explicarme. Al principio pensé que me irritaba su cursilería,
toda aquella instancia solitaria del niño y su mundo, el planeta, la bufandita
cimbreada por el viento, el zorro, la rosa, hasta que de pronto entendí que se
trataba de un libro perfectamente maligno. El Principito lega a un planeta en
el que se encuentra con un zorro que le dice que no puede jugar porque aun no
está <<domesticado>>. <<¿Qué significa domesticar?>>,
pregunta el Principito, y, tras un par de evasivas, el zorro contesta que <<crear
lazos>>. << ¿Crear lazos?>>, replica el Principito, más
asombrado todavía y el zorro responde con una magnífica joya de mala fe:
<< Claro, todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien
mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. Pero si me domesticas,
tendremos necesidad uno del otro.>> (…) Al igual que El Principito,
también nosotros pensábamos que nuestro amor privado por nuestros hijos lo
transfiguraba, que incluso con los ojos vendados habríamos podido identificar
sus voces entre miles de voces infantiles. Lo confirmaba tal vez el hecho
inverso: el de que aquellos otros niños que iban ocupando poco a poco nuestras
calles eran versiones más o menos indistinguibles del mismo niño o la misma
niña, niños <<parecidos a otros cien mil niños>>. A quienes no
necesitábamos. Que no nos necesitaban. Y a los que, por supuesto, había que
domesticar.”
Enfrentarse a los libros de
autoayuda lo hacen prácticamente todos los escritores, lo mismo que a los
políticos viles de turno. Pero hacerlo desde lo literario contra uno de los
libros más citados cuando se pregunta por los “libros favoritos de toda la
vida”, sí que provoca una sonrisa cómplice. Y por si no basta con ello,
cuestiona políticamente de paso la idea de la “apropiación” y la valoración de solo
lo que se piensa propio y que aquello que no se tiene, debe ser conquistado/
domesticado. Y Barba lo hace sin interrumpir la ficción, citando el episodio
del zorro, pero que le sirve como recurso para caracterizar el sentimiento de
rechazo de una sociedad por aquellos con menos posibilidades de sobrevivir como
sucede en San Cristóbal, erigida en medio de una selva que iguala la pobreza,
la unifica y la borra. Si no se es capaz de controlar algo, debe procederse a
su eliminación.
Lo sórdido está a un pequeño paso
de lo pintoresco, se dice en la novela, lo cual es cierto si nos remitimos a
una trama en la que un grupo de niños de origen desconocido irrumpe de a pocos
en una pequeña ciudad olvidada y empieza a robar y realizar otro tipo de
delitos, y nadie parece saber dónde se esconden, aumentando la incomodidad y
desesperación. Caricaturesco si se resume así, pero el ambiente de la novela se
va impregnando de una oscura pátina de terror mientras vamos conociendo los
hechos relatados por la crónica de este foráneo en una crónica escrita con
resignación y culpa, décadas después. La novela comienza con este narrador
diciendo que 32 niños perdieron la vida, transformando la curiosidad por
conocer las consecuencias trágicas, en una por esclarecer los motivos que
llevaron a tal fatídico desenlace.
Los niños pueden ser los seres
más crueles, es una frase común, pero de tantas veces que se menciona, pierde
fuerza y su terrible significado se diluye. Durante la infancia, la ley y el orden
no existen o son solo mitos, construcciones de la “domesticación” por parte de
los adultos. Es la edad en la que ser salvaje está permitido y con ello, la
crueldad encuentra una tierra fértil donde germinar. Y parece absurdo el tan
solo hecho pensar que unas criaturas de tan corta edad puedan pensar con
maldad, pero “el hecho de que ciertas
cosas sean demasiado absurdas no impide que suceda. “(pág. 80). De ahí la incomodidad de los ciudadanos de San
Cristóbal por tan solo imaginarlo, y de que estas ideas puedan aplicarse a sus
propios hijos. De que el mal del otro, el rechazado pueda ser el propio
también.
Barba narra con oficio, con una
novela que no pierde interés en ningún momento, y que despliega los hechos sin
algún tufillo moralista pero que sí apela al cuestionamiento del lector,
invitando a preguntar cuál seria nuestra reacción y como el poder de crear
monstruos no nos resulta ajeno, y cómo las instituciones sociales pueden pender
de un hilo si la confianza se empieza a resquebrajar por un hecho tan simple
como contundente: el no reconocimiento del otro como igual, sino como alguien a
quien se debe “domesticar”. Muy recomendable.
(Texto publicado originalmente en el portal
"Punto y Coma")
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