Literatura Random House, 2018. 140 pp. S/.49
Hay autores que ejercen una fuerte
impronta en uno, un quiebre en la manera de concebir la literatura (y tal vez
la vida) al punto de provocar la escritura de una obra que les rinda homenaje
como el que, a mi parecer, ha hecho Diego Otero (Lima, 1973) a la figura de
Jorge Varlotta, mejor conocido por todos sus lectores como Mario Levrero, en su
primera incursión en la narrativa.
El desaparecido escritor uruguayo
dejó libros que intentaron escapar de los moldes de su época, cómoda en la
extrañeza que provocaba, pero en la que
es posible identificar algunas etapas, con sus luces y sombras, percibidas de manera latente en la novela de
Otero. El protagonista es un oficinista, subgerente de Recursos Humanos (o
inhumanos, mejor dicho), que se acaba de mudar a un edificio con unos vecinos enigmáticos,
se encuentra en el epígono de su relación amorosa a distancia y su rutina radica
en no hacer más que lo suficiente para mantenerse en su puesto de trabajo. Pero
la llegada de un dúo brasilero de dudosa procedencia a la compañía, con el objetivo de poner en
marcha una “reingeniería organizacional” empieza a resquebrajar su estado de ánimo
al punto de poner a prueba, no solo sus aptitudes para la función que
desempeña, sino su capacidad de acomodarse a las nuevas y adversas circunstancias
que se le presentan y frente a las que debe decidir si actuar o no.
Levrero fue un fiel lector de la
obra de Kafka y Carroll, presentes de marcada manera sobre todo en sus primeros
libros, y cuyos elementos también se hallan en esta novela. Del checo, nos
encontramos con ese sujeto al que parece venírsele el mundo encima de un
momento a otro, como si todos quienes lo rodearan se hubiera puesto de acuerdo
para hacerle la vida imposible, sobre todo en el cada vez más agobiante mundo
de la oficina, conjugado con el legado del autor de “Alicia en el país de las
maravillas” a través la ruptura de la monotonía de la realidad con la evocación
de un disparatado mundo onírico y la transformación de la realidad en un juego, “¿Te
gusta jugar?” (pág. 38) le pregunta
Marconne, uno de los dos brasileros al protagonista, como amenaza velada y que
funde de disparador de las acciones , sosteniendo la intriga durante las poco
más de cien páginas y la cruzada del hasta ese momento, apático personaje. ¿Debe
cambiar su forma de responder a la adversidad?¿Es posible resistir o postergar
esa decisión “hasta algún punto extremo”
(pág. 27)? ¿Hasta qué punto es posible seguir siendo un Bartleby, y negarse, soportando
la anhedonia como se muestra en pasajes como el que sigue?
“A veces, especialmente durante los últimos años, todo se me hacía tedioso
y desagradable, y me desesperaba; entonces venía la sospecha de que adentro de
mí estaba incubándose una criatura
huidiza y rabiosa. Pero luego me olvidaba y me quedaba pegado en alguna cosa
que encontraba en Internet. O me levantaba del asiento y permanecía quieto
frente al paisaje de cubículos, cabezas bien peinadas y luces fluorescentes.”
(pág. 17)
Es en esa confusión sobre qué es
real y qué no, que la novela logra sus mejores escenas con alegorías humorísticas
a la competencia desmedida y el abuso
consentido como se vislumbra en los pasajes del show de los monos, cuyo montaje
de domesticación laboral se usa como ejemplo de lo que se puede lograr si se
inserta en el inconsciente de los trabajadores aquellos mantras llamados “competitividad”
y “productividad”. Sin llegar a lo didáctico,
Otero parodia el mundo oficinesco, apoyándose en otros personajes
exagerados, pero bien esbozados, como la practicante hipersexualizada o el empleado
despedido que encuentra su vocación en la penuria del despido.
Pero este homenaje, también
refleja los elementos pulp de sus obras menos logradas como “La banda del
ciempiés” y “Nick Carter”, al acumular otros personajes sin propósito alguno, que
no aportan mucho a la novela, como los gángsters con los que el protagonista se
ve obligado a hacer trato o los vecinos del cuarto piso del edificio donde vive,
cuya irrupción no termina de ser lo simbólica que parecía buscar Otero,
presentes tanto al inicio como al final del libro. Simbólico sí es el recuerdo cruel
de infancia de desacato a la autoridad (pág. 114) o la búsqueda de la luz, el
espíritu y la iluminación de la experiencia como materia artística como hizo
Levrero en la llamada “Trilogía Luminosa”: “El
mundo puede ser un lugar bastante desagradable y oscuro, pero siempre hay
formas de contribuir con la luz, aunque
esa luz solo sea simbólica y de modesto voltaje. “ (pág. 21) además del uso
de aves como reflejo de la presencia o ausencia de estos, por citar algunos
elementos bien logrados en esta primera
apuesta narrativa de Otero, quien entrega aquí una propuesta válida, interesante
y distinta en muchos aspectos de sus contemporáneos locales, dicho esto último
como un elogio.
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