Fue un jueves por la noche cuando apareció mi
abuelo en mi trabajo. Era uno de esos días en que los pendientes se me habían acumulado
de forma exponencial, daban las diez de la noche y no había esperanza de terminar. Llamaron de
recepción indicando que un señor canoso, vestido con una guayabera crema y pantalón
y zapatos marrones, con una voz altanera solicitaba mi presencia sin expresar
motivo. Colgué el teléfono, acabé mi sétimo café de la noche y apagué el monitor.
Me dio un abrazo y salimos caminando sin
prisa hacia la avenida Diagonal. La bruma limeña estaba en su clímax, ocultando
de forma parcial a los visitantes nocturnos de los bares miraflorinos y a las
miserias de aquellos que nos extendían sus manos clamando caridad. Conversamos
sobre mis estudios y mi trabajo, más por su interés en el tema que por el mío, que
respondía sin mucho ánimo. Preguntó si seguía saliendo con la chica que entró
de practicante conmigo hacía tres años. Me quedé callado y él lo entendió.
Cuando pasábamos por un edificio de la Benavides, se detuvo un instante,
verificó la dirección en una vieja libreta que traía consigo y tocó el botón
del 502. Como no contestaron, le pasamos la voz al guachimán de la entrada y éste,
aun legañoso, no nos hizo problemas. Cuando lo interrogué sobre el porqué me
dijo que él siempre cumplía con todas sus citas. No hice más preguntas.
Nos abrió la puerta la empleada, aun en
pijama y con un bostezo que repetí automáticamente. Pidió perdón por quedarse
dormida, señalando a su vez que la señora nos estaba esperando en su estudio. Unos
tosidos guiaron a mi abuelo a la habitación correspondiente. Entró solo y en
ese momento, viéndolo de espaldas, me di cuenta que traía una invitación
amarillenta que sobresalía ligeramente en su bolsillo posterior .Me quedé adivinando
su contenido mientras la empleada empezaba a bostezar otra vez.
Luego de una hora salimos del departamento caminando
sin rumbo fijo por horas y sin darnos
cuenta, llegamos al malecón. Con la poca visibilidad existente me sentí perdido
en esa oscuridad estremecedora que nos devoraba, donde solo sentíamos la
presencia del otro por las palabras que intercambiábamos. Cuando estaba a punto
de amanecer, me abrazó fuerte y mandó saludos para mi hermana a quien no veía
hace mucho, antes de perderse de vista por completo en medio de la neblina.
Al regresar al trabajo no había nadie en
recepción, subí y encontré el mismo desorden que hacía de mi oficina un caos. Encendí
el monitor y encontré una alerta de correo. Era Verónica, quien no me hablaba
desde hacía un año, invitándome a almorzar. Le dije que pasaba por ella a las
dos.
En el mismo restaurante donde almorzamos por
primera vez cuando éramos dos tímidos practicantes, me contó que su abuela
había fallecido de un fulminante infarto horas antes luego de la visita de un
señor que no ubicaba, y necesitaba la compañía de alguien que la apoyara. La
tomé de las manos y le dije que estaría a su servicio para lo que necesitara.
Acerqué su rostro al mío y le di un beso en los labios mientras sus lágrimas
caían lentamente bañando nuestras mejillas. Me dio la dirección del velatorio y
se fue.
Así que ahora me dirijo hacia allá, con una
sonrisa extraña que me hace sentir culpable. Al mismo lugar donde despedí a mi
abuelo por última vez diez años atrás. Donde tal vez ahora, reencontraría la
felicidad en esas extrañas circunstancias en que la vida se comporta la mayoría
de las veces.