Último
día del año en la oficina. Acumular papeles inútiles sobre el escritorio,
papeles que te sirvieron y donde hay registrada información que alguna vez
presumiste importante y que ahora no representan más que un bulto inerte
y pesado que tendrás que cargar todo el trayecto del micro hacia tu casa.
Borrar toda la información de tu historial de Internet, tu música, documentos
personales descargados. Que no quede rastro de algo que pueda ser visualizado
por algún curioso con ganas de satisfacer sus deseos de indagar en lo que
hiciste por cerca de un año. Hacer gestos donde se maticen la nostalgia y
cierto grado de afinidad con aquellas personas que se te acercan y te tocan el
hombre diciendo "Felices fiestas". Abrazos con tu jefe, con los compañeros,
incluso con aquellos de otras oficinas con los que nunca pudiste entablar una
conversación más allá del "Buenos días, ¿Cómo te va?" mecánico al
cruzar miradas en los pasillos. Para cuando llegues al paradero estarás otra
vez solo.
El
verano no es tu estación favorita pensarás al levantarte tarde el día
siguiente. Un calor que no hace más que irritarte el estado de ánimo. Tu
familia recorriendo alguna calle haciendo compras de fin de semana y una nota
sobre la mesa diciendo que comerás solo. Enciendes la computadora y utilizas tu
conexión a Internet para recorrer las mismas redes sociales, donde tus
compañeros publicarán sus fotos en New York, California, Madrid, Huancayo,
Arequipa, Londres. No importa cuál sea el escenario, sólo te servirá para
reconocer que la están pasando mejor que tú. O de lo que tú tienes posibilidad en ese momento. Llamas a una amiga para saber si puede salir pero ya hizo otros
planes. Tu círculo de amigos que también se quedó en la ciudad anda disperso,
ya sea recuperándose de una parranda previa o disfrutando de la belleza de sus
enamoradas. Agarras un libro de Ribeyro que lees hasta que te cansa la vista.
El periódico no dice nada nuevo y al final todo te parece una extensión tan
emotiva como los avisos clasificados. Decides no calentar el táper que te han
dejado en la cocina y sales a comprar un menú. Rodeado de parejas de ancianos
almorzando a las cuatro de la tarde no te demoras mucho comiendo. Para cuando
vuelves, tu familia ya volvió y salió otra vez. Enciendes la computadora de forma mecánica y ves por enésima vez videos
que ya perdieron su gracia. Te tiras a tu cama a dormir.
Los
días siguientes antes de la Nochebuena, seguirás con una rutina parecida.
Levantarte tarde, una incómoda ducha seguida de un desayuno para nada nutritivo,
ordenar tu cuarto sin ánimo, salir a comprar periódico, ver comedias agridulces
en la televisión, esperar la hora del almuerzo leyendo, almorzar, seguir
leyendo, salir solo a caminar por esas calles invadidas por compradores
compulsivos sin remordimiento alguno por gastar como si el día siguiente se
acabase el mundo y los créditos no tengan que ser pagados, volver, leer, ver
televisión y dormir. Dormir para soñar en días distintos, en aquellos momentos
que en universos paralelos prolongan los retazos de felicidad que ocurrieron
hace semanas, meses o años. Pensar en la chica que te está comenzando a atraer,
por ejemplo. Y tratar de no despertar.
Pero
despiertas.
Ya es
24. Sólo tienes dinero obtenido en base a sueldo y propinas. Le compras regalos
a tu familia. A alguna amiga por ahí, y paras de contar. Para ti también claro.
Vas a una librería, diciendo que en verdad vas a pagar la cuota mensual de la
línea telefónica del celular, y observas a algunos apurados comprando obras por
kilos. Sólo quieren aparentar cultura, no como la chica que desde que llegaste
anda indecisa leyendo contraportadas
porque sabe que cada uno de esos artefactos es una inversión en la que pondrá a
juego su mayor activo: el tiempo. Te cruzas con algunos escritores famosos y
ocultando por un momento tu timidez, los saludas felicitándolos por su obra y
de paso pedirles alguna recomendación. Ya de regreso y con solo un porcentaje
mínimo de dinero en comparación a hace una hora, caminando por la ciclovía de
Salaverry irás pensando como la emoción de dicho día se ha diluido a través de
los años. ¿Habrá muerto aquel infante que inocentemente se alistaba para pasar
un día fuera de lo común? ¿Esa luz en medio de 365 puntos grises? ¿O era un
aura material lo que siempre te rodeó? Ya son las doce, te abrazas con tus
padres, tíos, abuela, hermana y primos pequeños. Entre conversaciones y vinos
se diluyen tus expectativas. A las seis de la mañana te habrás quedado sólo,
viendo televisión y tratando de sumergirte en el sueño.
Visitas
a la casa de los abuelos, de algunas amigas, de amigos. Desayunos compuestos de
panetón, bebidas calientes y pan con pavo. Una semana y se acaba el año. Uno
quisiera tirarse a su cama y descansar. O salir con alguien, recorrer aquellos
lugares que tanto te confortan y sostener conversaciones interesantes. Nunca el
lugar intermedio, que es la casa y sus labores. Pero tienes que hacerlo. Todos
limpian. Y si no lo haces sientes remordimientos internos, a pesar de tu
inutilidad y total apatía para con las labores de la casa. Pues al final, es tu
casa y tu madre la que te lo ordena. Tú no eres el dueño de la casa, y eso es
algo que nunca se cansarán de inculcarte. Cuando menos te des cuenta, se te
acabó el tiempo para terminar aquella serie que habías empezado a ver online, la
chica con la que pensabas salir ya no tiene tiempo como los primeros días de
diciembre y a tu diario le faltan anotaciones de aquellos días. ¿Cuándo
aprenderás, que lo único que obtienes de planear cosas es la sensación de
fracaso al no completar tus objetivos?
Año
nuevo siempre ha sido una celebración ajena para ti. La mayoría de personas que
frecuentas poseen el recuerdo de alguna fiesta memorable acontecida el último
día del año. Tú no. Sin planes. Sin motivaciones tampoco. La mayoría se
obsesiona por vivir en un día toda aquella energía que no
ha sido desbordada durante los 364 días previos. Pero la apatía te gana y sin
esfuerzos de tratar de ser partícipe de
una fiesta inolvidable, te rindes ante lo que te depara la nula acción
voluntaria. Y es así cómo el último día, ante la respuesta negativa a tus
padres sobre la propuesta de pasar la fiesta en casa de tu tío, decides ir a la
casa de una amiga que te había invitado. No comentarás sobre ello, pues se
sucedieron los hechos según los esperabas con un margen de error mínimo. A las
doce de la noche del último día del 2013 o cero horas del 2014, depende de la
posición filosófica que se tome al respecto, habrás abrazado a la persona que
menos hubiese esperado saludar primero, una de esas cuestiones que causan curiosidad
por darse en ciertos días del año. A las
cinco de la madrugada, afectado por una mezcla de alcohol que desequilibraba tu
desenvolvimiento psicomotriz, ya estabas durmiendo. Durmiendo como sabrías que
no lo harías el resto de los 364 días que vendrían: sin preocuparte sobre el
día siguiente.
Y es
así como de las 6 de la tarde del 01 de enero hasta hoy que estás frente a la
computadora, digitando estas palabras sin saber la motivación racional o el
posible interés que obtengas de interpelarte en segunda persona, no pasó nada
importante mas que las reflexiones que pasaron por tu mente pero que al no
concretizarse en acciones visibles no quedarán registradas para la memoria
histórica del mundo. Sólo chispazos de momentos que luego comprenderás como
importantes. Se acabaron tus vacaciones, y aunque no fueron lo que deseabas,
las esperarás con ansias lo que reste del año.
Ojalá ya no escribas sobre eso.
Texto escrito el día 05 de enero, horas
antes de comenzar el LXI Curso de Extensión Universitaria de Economía Avanzada
en el Banco Central de Reserva del Perú.