Una historia de horror
“Silencio administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático” de
Sara Mesa
Anagrama, 2019. 122 pp.
Toda historia de pobreza es una historia de horror. Una caracterizada por la incertidumbre persistente de si se logrará llegar al final del día con al menos un plato de comida, un sorbo de agua limpia o un lugar para el aseo. En la olla del pobre todo es condimento, como dijo João Guimarães Rosa. Un infierno sin escape que se habita a diario y por la cual, quien lo padece se convierte en objeto de juicio. Conlleva la condena social, el rechazo y la fobia. Una conjunción de miedos (¿a ser uno de ellos?) en su contra que se aúnan en actitudes agresivas (insultos, pedidos de expulsión, violencia física), o pasivas y silenciosas, igual o más peligrosas al tomar como único rumbo la indiferencia, disfrazada bajo caridad. Las personas pobres reciben una negación de la justicia por ser consideradas responsables de su propia situación. La deshumanización se convierte en la única vía para evitar la incomodidad que supone tomar conciencia de que, en efecto, la pobreza existe.
Sara Mesa (Madrid, 1976) escribe
la historia de Carmen y su relación con Beatriz, con quien, tras cruzarse
varias veces, realiza un acto extraordinario para la sociedad en la que vive:
se fija en ella. Ya no es solo un escollo a evitar en la calle, o la causa para
acelerar el paso tras darle unas monedas. Es una persona: con historias, con emociones,
con necesidades. Tiene un nombre. Es alguien que requiere ayuda y espera.
Espera y espera. ¿Qué espera? ¿En qué nivel y condiciones? Beatriz empieza a
actuar. Se involucra en la desesperante situación de Carmen, la escucha y la
acompaña. No como una salvadora ni para aliviar su propia culpa, sino para intentar
que Carmen salga del pozo al que la han empujado una serie de trabas y desidia
social. Un pozo cuya profundidad aumenta con la infinita burocracia de los
programas sociales destinados a ayudarla. Un pozo del que la misma Beatriz no
está libre.
Si hay un elemento que vertebra el
laberinto burocrático al cual se refiere la autora en el subtítulo es la
desconfianza. La presunción inicial es de culpabilidad y la solución
institucionalizada para ello es la demostración constante de lo contrario. Validar
que alguien es confiable mediante papeleo: documentos, constancias,
autorizaciones, recibos, avales. Una constante búsqueda de que la palabra de
uno sea considerada cierta por los demás. Pero, ¿cuáles son los límites de esta
exigencia? ¿Qué efectos puede causar?
“(…) ¿cómo es posible exigir a
quien vive en la calle, sin recursos de comunicación- teléfono, internet- ni de
transporte, que haga su peregrinaje a través de oficinas, ventanillas y colas
como si nada”. (pág. 50)
Como bien se señala, un problema
neurálgico es la indefensión de las personas empobrecidas ante la exigencia de
precisión documentaria sin un acceso adecuado a la información. A estas
personas –sumidas en su propios laberintos– se les exige recorrer otro más,
para chocar con la indiferencia de funcionarios con una agotada capacidad para
la empatía. Además, son personas que, en la mayoría de casos, están formadas en
un sistema diseñado para rechazar al solicitante, proteger el estatus quo y evitar
que quienes conforman el sector más precario de la sociedad adquieran un rostro
o una voz propia.
La autora, asimismo, le da
énfasis a cómo el género resulta ser un factor determinante para la experiencia
de la pobreza. La misma estructura socioeconómica es la que que lleva a muchas
mujeres a ocuparse en exclusiva de la familia y el hogar o a trabajar en puestos
escasamente remunerados y/o sin contratos. Esto deviene en su incapacidad para
generar ingresos considerables por cuenta propia y en la dependencia económica
plena de su cónyuge.
Una ruptura sentimental o la
muerte de los padres, por ejemplo, puede conducir a una mujer joven
directamente a la pobreza más absoluta. Muchas se agarran a la supuesta
protección que le ofrecen otros hombres, se prostituyen o son extorsionadas
(pág. 46)
A ello se suman las situaciones
de acoso –como las que sufre Carmen– que se presentan a diario en las residencias
de personas indigentes. Mesa trasciende la frialdad de las cifras y recoge los
testimonios que reflejan esta vulnerabilidad y su influencia en la historia de
vida de cada persona. Con cada testimonio, Mesa elude el paternalismo habitual
en este tipo de textos, así como su condescendencia deshumanizante. Ella emprende,
ante todo, una batalla por la dignidad, reflejada en el acto de escritura. Y es
que la elección del lenguaje es otro elemento clave en esta historia. Con este
texto, Mesa denuncia la impenetrabilidad de la documentación de asistencia
social, escrita en forma críptica e inaccesible. A ello, Mesa contrapone la estructura
y tono del libro, con el fin de demoler la concepción de la pobreza como una
serie de números que suben y bajan. A través de una mirada profundamente
humanizante, el texto nos muestra un retrato de Carmen que dista del melodrama
periodístico:
“Carmen muestra una gran dignidad cuando relata su vida, no cae jamás en el victimismo, es capaz incluso de reírse, con un oscuro y franco sentido del humor. Es agradecida , pero nunca carga las tintas. Frases como “qué buena eres” o “¿qué haría yo si ti?” jamás salen de su boca. Da las gracias porque es educada, pero lo hace siempre con discreción, en términos de igualdad”. (pág. 41)
¿Qué queda cuando se ha perdido,
aparentemente todo? ¿Acaso no es la historia propia aquello que no nos puede
ser arrebatado? Sara Mesa denuncia la aporofobia de las instituciones llamadas
a resolver la pobreza. En la recuperación de la historia de Carmen, Mesa
escribe lo ilegible para las estadísticas oficiales. Recoge lo que conforma a
una persona cuando todo lo demás se ha socavado, que no es –ni jamás podría
remitirse a– una cifra. Allí están los gestos, sus aficiones y vicios, tan
reales como los de las personas que conforman ese elefantiásico laberinto que Carmen
y otros tantos tienen que recorrer a diario.
Ese laberinto que, como Mesa
advierte, no es anónimo. Tiene nombres y apellidos al frente: autoridades y
funcionarios que alimentan el infierno de la pobreza con lo que hacen o dejan
de hacer cuando se olvidan de su vocación de servicio. Que mueven los engranajes de una maquinaria orientada
a señalar el error, maximizar la falla y encontrar aquel detalle que le dé la
razón de desconfiar de las personas que requieren la ayuda. De lograr que la
desesperanza prevalezca entre estas como sentido común. Si bien la historia de
Carmen se sitúa en Andalucía, España, es posible extrapolar y maximizar lo que
el libro denuncia aplica a cualquier región latinoamericana, con instituciones
más endebles y Estados con menor presencia. Con oligopolios obsesionados con
precarizar más a sus trabajadores, una distribución económica cada vez más
desigual y demandas de justicia social que no hacen más que crecer año tras
año, por más que el culto a las cifras deseen minimizarlas. En este contexto de
precarización normalizada, cualquier escenario alternativo se vuelve utópico, y
cualquier intento de solución cae en una postergación indefinida: ¿Renta básica universal? ¿Impuestos a quienes
más ganan? “No, para después” se suele decir. Que va a tomar años. Muchos años
con muchos días en los que mucha gente como Carmen se despertarán con un mismo
fin: sobrevivir.
La lectura de este libro confirma
el logro de su propósito: estamos frente a una crónica cuya perspectiva, no
exenta de subjetividad, aborda una realidad social que casi nunca es el centro
del debate político. Una crónica que fastidia e interpela, sobre todo si uno se
dedica a la gestión pública –como quien escribe–, y se encuentra, en teoría,
llamado a contrarrestar esta realidad. Una realidad insoslayable la cual no se
resolverá invisibilizándola mediante juicios preconcebidos o la sola atención a
sus síntomas a distancia, en silencio cómplice. En un perverso y diabólico silencio administrativo
que, con su libro, Mesa, quiebra. Y, como lectores, nos encontramos llamados a
oir.
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