Cuando ser humano cansa
Libros del Laurel, 2014. 140 pp.
‘Tengo el ritmo de las máquinas’ cantaban Los Prisioneros[1] con un pulso siniestro e irónico. Una canción sobre jornadas cronometradas hasta el mínimo, responsabilidades fijadas. Una tranquilidad forzosa, disimulada bajo la creencia de que adaptándose uno logra la estabilidad interior. Es así que cualquier interrupción se vuelve un fastidio, algo que suprimir a la mayor celeridad posible. La protagonista y narradora de ‘Desubicados’ comienza a padecer insomnio tras ver interrumpido sus sueños por la aparición de nuevos vecinos y sus sonidos sexuales cerca de las tres de la mañana (macho y hembra, los califica). Lo que al inicio valora como un acontecimiento positivo para su propio matrimonio, deviene en un incordio insuperable, especialmente, al no poder identificar con exactitud de dónde provienen los ruidos. Ante ello, la única salida que concibe es dormir en una banca de zoológico alejada de los seres humanos, lo cual calma su ánimo al transformarse voluntariamente en un bicho. Una situación tan banal y hostil provoca que dicha solución no se perciba tan descabellada.
Los
libros de Maria Sonia Cristoff (Trelew,1965) interrumpen y frenan el vértigo de
la rutina. Uno podría, de forma superficial, definir a sus personajes como
desequilibrados y asociales –¿Lo son realmente? –. La exploración de esa
pregunta es la que lanza a uno a develar capa por capa lo narrado en sus
novelas. ¿Hay de verdad tanta distancia entre uno y esa protagonista que duerme
en zoológicos y se siente más cercana a los animales que a los seres humanos?
¿Por qué no podríamos tomar la decisión de arrancar y optar por ese camino? En
medio de esas interrogantes, un pasaje:
“¿Tendré miedo de comprobar que no es cierto que la inadecuación es una cuestión de orden geográfico? Porque saber lo sé: siempre es sencillo reconocer la falacia de los lugares comunes, lo que no es tan sencillo es comprobar cómo a pesar de eso, de ese saber, un día el lugar común hizo carne en nosotros, nos convirtió en sus súbditos. ¿Será el pánico a vivir en un lugar sin zoológico?” (pág. 73)
A lo largo de la novela, la narradora viaja con la mirada atenta al comportamiento animal en cautiverio y recrea cómo el hombre va dejando su huella, negativa por lo general, en la existencia de estos seres con cuya vulnerabilidad se ve identificada y comprendida. Las imágenes de ciudad, el invento humano por excelencia, son de aturdimiento y zozobra, una cadena de extirpación de aquello que escapa de la norma humana, capaz de mellar toda voz y aplastar todo gesto de incomodidad.
“De todas las cosas que los animales van perdiendo a medida que se integran a un zoológico, los sonidos propios son una ¿Será que ya no hay nada que avisar? ¿Qué ya no hay a quien avisarle?” (pág.34)
'Resaca existencial' se repite en varias páginas y vaya sustantivo. Resaca. Molestia, escozor, esa sensación molesta tras tanto ruido y celebración a la que se nos empuja en la contemporaneidad. ¿Celebración por la explotación disfrazada de ‘hiperproductividad’ como medida máxima de eficacia y éxito? ¿Por la disminución de horas de ocio? Cristoff, como en ‘Inclúyanme afuera’ y ‘Mal de época’, logra captar los sentimientos de desajuste interno e inadecuación en la mirada respecto al resto. Expone el momento en que el disfraz de heterogeneidad que se propugna como emblema moderno esconde un exotismo controlado, un zoológico de puertas abiertas en las que ser humano, cansa.
“Salgo a caminar entre las
jaulas, a moverme un poco tal vez me ayude a pensar mejor. Solo que no puedo
sacarme de encima este sueño, este sopor. Lo cubre todo, me absorbe, no me deja
terminar de entender nada. ¿Será este el estado de aturdimiento del que hablan
algunos filósofos contemporáneos cuando analizan la cuestión de lo animal y lo
humano? ¿Cómo puede alguien tomar una decisión adecuada -y no solo eso:
trascendental- en este estado?” (pág. 67)
Y es que, ¿quién define lo humano hoy? ¿Desde dónde se
hace? Son preguntas que inciden en los derechos sobre cuya ausencia se erigen
las prisiones que nos encierran, asfixian; construidos cual espejos que nos
motivan a la reflexión y –en última instancia– a atormentarnos. A removernos y
desubicarnos.
[1] En ‘Otro Día’, track n° 12 de ‘La
cultura de la basura’ (1987)
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