La luz que nos aleja
Las afueras, 2019. 104 pp.
Todo entra por los ojos, reza el dicho. La primera impresión es la imagen
que uno proyecta y la que va a instalarse en la memoria del otro. Ritos de
preparación, ensayos, preocupación. Se centra la atención en uno, en lo que
puede prever. Pero, ¿y si la mirada que nos ausculta no es la que se espera? ¿Si
esta se desvía de lo normal? Existe una narrativa visual que se replantea a
partir de las posibilidades de su autor y receptor, uno cuya vista le alcance
una escena distinta a la que llega a los demás. ¿Cómo se lidia con percepción alterada
de la realidad?
‘El trabajo de los ojos’ empieza con la noticia muerte del oculista de la
narradora y la revelación de su estrabismo como una enfermedad aparecida en la
infancia y la multiplicidad de males oculares que pueden aparecer, a causa de
ella, a lo largo de su vida. Sobre estos tres ejes, Mercedes Halfon (1980)
erige un bello libro, en el que, hilvanando pasajes llenos de humor,
curiosidad, asombro y reflexión, profundiza en la amalgama de aquellos
elementos que posibilitan y dificultan el acto de ver.
“Es una máxima que puedo aplicar a
otros aspectos de mi vida. En vez de apoyarme en lo que funciona bien, pongo
sistemáticamente la energía sobre lo que falla. Es un mecanismo de la crítica”.
(pág. 21)
La predisposición surgida a temprana edad para mirar de manera distinta,
debido al estrabismo, se torna en la obsesión de la narradora. Explora cómo
ello afecta sus relaciones familiares y amicales. Una familia caracterizada por
esta marca física. Una herencia indeseada. Madre e hijos compartiendo estas
carencias oculares. Años de visitas a centros oftalmológicos. La dificultad
para hallar las cosas. Esforzarse siempre más que los demás y cómo ello puede
resultar por ratos tortuoso y cansino. Halfon vuelve esta característica
indeseada en motor de escritura pues, como dice, “(…) cuando empezamos a notar los procedimientos es porque algo se está
malogrando” (pág. 40)
Y que sean los oftalmólogos especialistas en niños las autoridades
científicas en lo referido al estrabismo, le confiere a este mal una seña de
cicatriz de infancia inamovible. Una
herida que arde en cada visita médica, en cada chequeo y tratamiento nuevo. Una
niñez permanente en los ojos, la imposibilidad de desarrollar una mirada
adulta, “como los demás”. Ello provoca a lo largo de la vida otra lectura de lo
que se percibe. Un código distinto para
entender el mundo, menos definido y más subjetivo. Más aún con la ceguera, la
extinción total de la luz:
“A veces creo que la vista
es un bien de ese tipo. Algo que existe de forma irrefutable, muchos la poseen,
pero hay un punto oscuro, un precipicio rocoso desde donde cae a un fondo de
pantano inaccesible”. (pág. 22)
Este andar por puntos ciegos, distorsionados, estrecha el vínculo de la narradora
con su vocación literaria, en un intento de aprehender lo que no se puede
captar fácilmente con la mirada, a través del lenguaje. El pasar horas
incontables de soledad tratando de descifrar emociones, experiencias, el
sentido de la realidad. Escribir como una forma de guiarse por la vida:
‘Llorar por un dolor opaco y
persistente. El conocimiento sería un calmante al permitirnos encontrar una
forma reconocible, una regularidad. Convertirlo en relato. Tenga o no una
solución’. (pág. 86)
La estructura fragmentaria dota al libro de un ritmo pausado en el que se
invita al lector a detenerse en cada pasaje. Hay ensayo, aforismos, datos
históricos. Historias personales y familiares. Un enfoque heterogéneo con un
efecto cautivante. Y si bien, en cierto pasaje se dice que el relato esconde la
trampa de conocer el final de la historia y ser una ocasión perfecta para la
exageración, el recomendar con entusiasmo este libro no lo es.
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